lunes, 23 de agosto de 2010

Verano.


Las tres y veintiséis de la madrugada. El calor sofocante que asciende desde el asfalto hace de las suyas colándose por la ventana abierta de mi habitación. El ventilador remueve el aire librando batallas contra las partículas ardientes que intentan no dejarme dormir. Sin embargo, no sirve para nada. La botella de agua fría de un litro y medio que cogí de la nevera ya está vacía. Mi oso de peluche grita desesperado que deje de abrazarlo. El ordenador se mantiene encendido descargando una serie de animación japonesa.
Las tres y veintinueve de la madrugada. El calor ya no parece tan extenuante. El ventilador hace ondear sus aspas al doble de velocidad que minutos antes. La botella de agua de un litro y medio sigue vacía. Mi oso de peluche ya no grita, ahora pide agua. El procesador de mi ordenador produce ruidos extraños.
Miro sin ver el techo del dormitorio. Desde la cama, tengo la sensación de que he empequeñecido. A mi izquierda, la ventana. A mi derecha, las fotos de mis amigos. Arriba, mis pensamientos. Flotando en forma de nube sobre mi cabeza. Bullen ruidosos, confusos e irritados algunos. Existe tal colapso entre los dos hemisferios de mi cerebro que siento cómo empieza a nacer otro con aire condicionado incluído...

Los días de verano son agotadores.

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