lunes, 23 de agosto de 2010

Desahogo.


Ese día el cielo se hallaba encapotado. No sé cómo sucedió, pero parecía ser uno de los peores días de mi inexperta vida. Creo que mi única salvación era estudiar, porque durante toda la tarde lo hice, y seguí haciéndolo hasta la saciedad, para olvidarme de todo. Necesitaba despejarme de ideas vanas que no podía ni merecía albergar en mi mente. Y mi condena era esa: no poder cambiar quién soy, pero sin embargo poder cambiar lo que seré en el futuro. Ahora mismo, mi futuro se veía negro, y difuso. Era indefinido y eso me provocaba una sensación aterradora que invadía cada uno de los rincones de mi cuerpo. Lo cierto era que sentirme así no era ninguna novedad. Últimamente ése era mi sino y tal vez los únicos momentos felices que pasaba cada día eran en compañía de la música o, en el caso de los sábados, en compañía de mis mejores amigos.
El presente también se me presentaba confuso. Era imposible para mí saber qué estaba haciendo y por qué. Las ideas se batían en una lucha feroz en mi mente, interponiéndose unas a otras. El deber por encima de la pasión, la pasión sobre el estudio, el placer sobre la pasión, y el amor sobre todos.

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